Alejandro Obregón (1920-1992) es, para múltiples expertos, el artista que abrió las puertas a la modernidad artística en Colombia. No en vano, la crítica de arte Marta Traba lo describiría como el “primer individuo capaz de expresarse dentro de un nuevo sistema totalmente pictórico” y como el primer pintor moderno del país; pronóstico visionario que causó amplios debates en los años sesenta y setenta, pero que es hoy una afirmación innegable.
La trayectoria obregoniana, que abarcó casi seis décadas, nos llevaría desde su Invierno en Boston (1936) pintado cuando aún era un adolescente, hasta su inconcluso Autorretrato con Diego (1992), cuadro que elaboraba, a pesar de su pérdida de visión del casi 90%, cuando lo sorprendió la muerte en abril de ese mismo año. Entretanto, su universo visual y simbólico recogería no solo la cruda realidad de su tiempo con piezas tan icónicas como Masacre 10 de abril (1948), Estudiante muerto (1956) o Violencia (1962), sino que habría en sus obras un amplio espectro de manifestación de la exuberancia y ferocidad de la tierra colombiana, tan imponente y bella como resistente.
En OBREGÓN: contrapunto entre la intuición y la intención, toma vida una vez más el bestiario del llamado “Mago del Caribe”, para que ante nuestra mirada aparezcan imponentes cóndores, toros, búhos, lechuzas, barracudas, gallos y otras tantas especies que velan su presencia en el tumulto sopesado de las formas y colores obregonianos, mientras que a la vez nos presenta en sus piezas una concepción anticipada de paisaje contemporáneo, que es simultáneamente abierto y cerrado, pero que más que paraje es emoción y potencia simbólica.
A lo largo de cientos de piezas, Obregón supo derivar y hallar un lenguaje propio, pero más que nada supo dialogar con su contexto social y político sin perder la autonomía y la vigorosidad de su exploración plástica. Sus piezas, pioneras en una suerte de expresionismo mestizo, lograron vincular en una simbiosis impecable su herencia cultural hispánico-caribeña y sus aprendizajes y preocupaciones formales, lo que consolidó su presencia en el diálogo artístico global que vaticinó Marta Traba. Siendo un pintor plenamente consciente del oficio y un colorista aguzado, intuitivo e intencionado, Obregón nos legó una pintura que es gesto, fuerza y acción, pero a la vez refinamiento, experticia y fuente interminable de emoción silente y poesía pictórica.
Laura Páez
Historiadora de Arte