Texto por Eduardo Serrano
Muerte en Venecia es el título de una novela del premio nobel alemán Tomas Mann y de
una película de Luchino Visconti, quienes narran el retiro de un viejo escritor, cansado y
agotado intelectualmente, en la espléndida ciudad italiana donde el protagonista descubre
silencioso un amor prohibido e imposible. Su decadencia al igual que la de la ciudad
pletórica de catedrales y “palazzos” no son contradictorias. El escritor siente que muere
después de una vida de aportes positivos ante un amor platónico e inalcanzable, y la
ciudad sabe que padece una epidemia de cólera, que se halla amenazada y que su futuro
no podrá igualar el fulgor de su pasado.
La novela y la película vienen a la mente ante la exposición Volar el Río, última muestra
de la serie que Sair García ha dedicado al río Magdalena y la cual versa principalmente
sobre Nueva Venecia, una población palafítica sobre la Ciénaga Grande de Santa Marta,
en la cual la belleza y la muerte, como en la Venecia de Mann y Visconti, rondan
incansables.
La muestra, que tiene lugar en la galería Duque Arango, y en la cual el artista continúa su
melancólico recorrido por el Magdalena como en busca de la serenidad y el sosiego que
en alguna ocasión dolorosa se llevó el río. Con tal propósito ha surcado y representado
sus aguas desde su nacimiento donde son cristalinas, puras y encañonadas por piedras
que sostienen un animado diálogo lítico con las esculturas del Parque Arqueológico de
San Agustín.
Pero, el horizonte no es más que el límite de nuestra visión, ya que hay mucho más que
vegetación en esas tierras feraces. El espíritu de las pinturas, entre resplandeciente y
nostálgico, conduce a deducir que también hay crueldad enterrada y tristeza sembrada, y
que hay ecos de dolor apaciguados por el verde intenso de las hojas de plátano, grandes,
flexibles, impermeables.
Las pinturas de García representan el pueblo con sus casas que parecieran poder
desplazarse sobre sus extremidades de madera, pero que en realidad descansan sobre
un sistema de pilares insertados en la tierra bajo las aguas mansas. Los colores vívidos y
fuertes de las casas parecen diluirse en sus reflejos en el agua como se disuelven con el
tiempo las remembranzas, bien sean bellas como las de los grandes salones de la Venecia italiana, o tan
dolorosas como los de la masacre que trajo el río y que diezmó la población de Nueva Venecia en épocas
aciagas, difíciles de olvidar.
Los “neovenecianos” todos, hombres y mujeres están presentes en las pinturas a través
de los colores de las casas, en la particularidad de cada canoa, en los objetos dejados en
ellas, en la distribución de las viviendas. En fin, en todo aquello que confiere identidad a la
población.
Una bandada de pequeños gallinazos (hechos en metal) que vuela bajo, pero que obliga
al observador a mirar hacia arriba, hacia el cielo, como toca, reivindica a esta ave,
despreciada por su dieta, pero cuya función ecológica es más que necesaria. La
instalación constituye una especie de “cardumen” pero de aves negras enseñando su
vuelo orgulloso, indiferente y algunas veces circular, alertando sobre acaecimientos
fatales.
Al respecto ha expresado el artista que la serie ha sido “un homenaje no solo a las
víctimas, que son muchísimas, sino a la resistencia y resiliencia de las poblaciones tanto
ribereñas como a la colombiana en general, que, a pesar de caer mil veces, vuelve y se
levanta, y pesca, y siembra, y pare hijos, en un pleno acto de fe por este pedazo de tierra
tan maltratado y herido”.
Y esta serie sobre el Magdalena ha cumplido fielmente su propósito como arte, puesto
que en su desarrollo ha consolidado un lenguaje singular y efectivo para transmitir dolores
y esperanzas, hechos y circunstancias que sería difícil comunicar con palabras.
Volviendo a Mann y Visconti, es adecuado concluir que, si la belleza de la vieja Venecia
es el escenario propicio para la tragedia platónica pero dolorosa del personaje central de
la novela y el filme, la belleza de Nueva Venecia es el telón de boca ideal para iniciar la
presentación visual de una narración en la que se pueden equiparar la belleza y la verdad
como propuso Platón.