Fue grande mi inquietud cuando las directivas del Banco del Arte y de Casa Más me propusieron elaborar un texto para acompañar una exposicióncolectiva en la que participarían: Ever Astudillo, Fernando Botero, Olga de Amaral, Fernell Franco, Sair García, Beatriz González, Enrique Grau, Oswaldo Guayasamín, Ana Mercedes Hoyos, Julio Le Parc, David Manzur, Magola Moreno, Oscar Muñoz, Edgar Negret, Alejandro Obregón, Darío Ortiz, Eduardo Ramírez Villamizar, Omar Rayo, Alejandro Sánchez, Fernando de Szyszlo y Luis Tomasello, artistas cuyas obras no comparten muchas características en cuanto a los designios del arte: unos son escultores, otros pintores; unos son figurativos, otros abstractos; unos son modernos, otros son contemporáneos y así sucesivamente en cuanto a sus respectivos lenguajes.
No demoré mucho, sin embargo, en caer en cuenta que su reunión para esta exposición tenía que ver más con su estatus, con su posición de artistas consagrados, reconocidos por los sistemas del arte, cuyas obras tienen la bendición de los especialistas y sobre las cuales hay consenso acerca de la permanencia de sus valores indefinidamente. Sus obras tienen el triple atractivo de conferir deleite visual, de constituir un estímulo para la reflexión, y de permitir al observador la grata experiencia de decodificar su contenido, de captar sus implicaciones, las cuales, generalmente, no hacen todo perfectamente explícito a primera vista.
Pero aparte de ese tipo de gratificaciones dependiente en su totalidad de las características de las obras, las producciones de los artistas reunidos para esta muestra ofrecen otro tipo de deleite, un incentivo más mundano, pero que produce también una gran satisfacción: la satisfacción de una inversión bien
hecha.
Para nadie es un secreto que, por lo menos desde el Renacimiento cuando las familias más poderosas, los reyes y hasta el Papa competían por hacerse a las más codiciadas pinturas y esculturas, el arte ha proveído un recurso de status que en muchos casos ha permitido mantener el valor de un patrimonio en el tiempo, e incluso incrementarlo, y también ha sido respaldo de nuevos
emprendimientos sin verse directamente afectado por las condiciones gubernamentales, ambientales o económicas que inciden en casi todos los demás tipos de posesión.
La tenencia de objetos artísticos ha representado a lo largo de la historia riqueza y seguridad económica. Estos bienes muebles y costosos son ambicionados por muchos, no solo para su gozo personal y prestigio social, sino también como seguro patrimonial, como instrumento de inversión financiera rentable. En épocas de crisis económica el arte ha demostrado ser mucho más seguro ante la volatilidad que los mercados financieros tradicionales.
Si bien las inversiones en arte han sido tradicionalmente ámbito de actuación exclusivo de curadores y expertos, en los últimos años grandes y medianas empresas, así como un público más diverso han empezado a interesarse por ellas. Hasta tal punto es así, que al día de hoy el mercado del arte se ha
adaptado a una demanda, siempre creciente, que emerge de inversores y ahorradores. Todos los coleccionistas de hoy en día saben sobradamente que el arte tiene un gran valor patrimonial histórico.
Puede, finalmente, afirmarse que existen dos clases de aproximación al arte entre los coleccionistas: aquellos que se entregan a su actividad por puro «amor al arte», por mero placer; y aquellos que solo lo valoran como mercancía, como una especie de commodity que se puede comerciar alrededor del mundo. Pero son sin duda los que podemos llamar «coleccionistas-inversores», que entienden el arte como una fuente de inversión alternativa sin que esto les impida disfrutar estéticamente de sus piezas, quienes practican una aproximación al arte más acorde con los valores del arte y del mundo contemporáneo.
Con obras como las de los artistas que conforman esta exposición se estaría haciendo una inversión no solo segura sino deleitable.
Eduardo Serrano
Curador, crítico de arte e investigador.