Geometría que se ha vuelto sensible. Allí donde también muy claros conductores en amarillos rectángulos guían al ojo, en medio de esa conflagración apasionada. Intelletto d’amore llama a su propósito. Allí donde el orden marca la cartografía de la nada y el sentimiento trata de fugarse hacía un goce táctil en ocasiones, angustiado en otras. Ya Michel Semphor, al hablar de “la noción de arquitectura en la pintura contemporánea” lo explicó bien: la reducción a lo esencial, el despojo que puede limitarse a una vertical y una horizontal, se convierten al final en un signo que condensa una suma de ideas”. La barrera puede ser puente, el enlace, la reserva, porque en definitiva “la arquitectura no suprime el lirismo sino que lo canaliza y fortifica”.
Pero esa arquitectura de la visión no elimina superficies aparentes de objetos, sino que se hunde en las cavernas del yo, en los verdaderos ejercicios mentales de una pintura abstracta donde el artista, al igual que un arqueólogo, descubre estratos más profundos, gracias al pincel y la espátula. Mediante el desafío de rehacer, mil veces, el aparente cuadro terminado. Pintura postmortem, donde los rojos oxidados y los verdes submarinos rescatan la energía, pero a la vez terminan por seguir siendo reflexión analítica, racionalidad que busca estructurar el caos allí donde el pensamiento no es ajeno a la mancha encontrada en un buscado azar. Pintura, entonces, de fugas y texturas, de descubrimientos musicales, pero para siempre tiene detrás suyo una idea que la rige. Ella puede apelar a la ambigüedad, pero también a la sagaz observación que estampó en su momento Edgar Degas:
“Pintar un cuadro es como cometer un asesinato; es preciso tener previstas todas las coartadas.”
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