Fragmentos del texto de Christian Padilla
Al joven Botero le dio miedo el duelo a muerte entre hombre y bestia, que termina siempre con una estocada o con una corneada. Sin embargo, lleva setenta años ininterrumpidos librando la contienda que los pintores han llamado desde tiempos inmemorables horror vacui, un enfrentamiento con el vacío que en muchos casos ha llevado a los más neuróticos y trastornados artistas a la demencia. Hay algo de ese adictivo delirio en todo pintor que despierta cada mañana a medir su mente con un espacio en blanco al que debe verter un universo nuevo. Un buen conocedor de Botero encontrará esa compulsiva necesidad de llenar vacíos en aquellos elementos que caracterizan distintas épocas de su obra: a veces se completa un espacio con unas inofensivas pero molestas moscas, otras veces un suelo amplio debe llenarse con colillas de cigarrillos, en otras un cielo azul debe ser transgredido con la fumarola de un volcán, o en ocasiones las enormes frutas son acompañadas por un pequeño gusano. A cada época aparece un nuevo recurso que no solo se usa para completar aquellos vacíos, termina además reafirmando la monumentalidad del resto de los elementos dentro de la pintura.
En la Medellín de mitad de siglo la curia tenía tanto poder que podía influir tanto en la vida cotidiana como en el burdel. La industrialización de la ciudad produjo un repentino desplazamiento de las clases bajas que lograron introducirse en la economía ofreciendo servicios para dar abasto con la creciente población. Sin embargo, la aparición de las máquinas industriales dio trabajo a operarios técnicos, mientras que las mujeres fueron marginadas de la oferta laboral, dejándolas a la deriva. Si la proporción de prostitutas en Medellín en 1930 era de una por cada cincuenta hombres, en 1946 había ascendido a una por cada treinta. La Celestina (1989), Mujer bebiendo (1999), o The whore house (2009) de Botero son pinturas que acuden a los recuerdos de esa época, donde la ciudad convivía abiertamente y de forma hipócrita con la prostitución, a la vez que algunos grupos de ciudadanos de bien y devotos de sus parroquias conformaban las Ligas de Decencia, las Juntas de Censura y la Acción Católica que mancomunadamente con la Iglesia se encargaban de combatir el pecado en que caía la ciudad al procurar prohibir la inmoral presentación de Pérez Prado y su lujurioso mambo en Medellín en 1952, censurar y rediseñar los insinuantes uniformes de las empleadas de la Biblioteca Municipal en 1953, o coserle un brasier a la escultura pública de la diosa Bachué tallada por José Horacio Betancur en 1954 para cubrir su impúdico y exuberante busto. El panorama no parece muy distinto ahora.
Botero tomó a la curía para ponerla así mismo en situaciones absurdas, como un comentario crítico e irónico al poder eclesiástico. La Dolorosa (1965) y muy especialmente las Levitaciones de Santa Juana de Ávila pueden ser un perfecto ejemplo de su sentido del humor, con esta monja sosteniéndose en el aire venciendo a la gravedad a pesar de su corpulenta masa.
Pero, además, los curas han sido desde su primer cuadro dedicado a la religión, una excusa que las coloridas vestiduras religiosas ofrecen para la experimentación de tonalidades vibrantes. Si al retratar la vida cotidiana solo existían colores oscuros en la vestimenta de las gentes, las indumentarias religiosas permitían pintar rojos cardenales, rosas, fucsias y dorados.
A finales de 1956, Botero había encontrado por serendipia su estilo al pintar una mandolina con un pequeño orificio en el centro. El afortunado incidente de ese pequeño hueco en el cuerpo del instrumento cambio su vida porque le permitió encontrar, más que una fórmula, el elemento central de un estilo personal. La solución consistió en que al cambiar los elementos internos de los objetos, el cuerpo y la forma externa inmediatamente parecían volverse monumentales. Las mandolinas y las naturalezas muertas tuvieron desde entonces un carácter fundamental en su obra al permitirle descubrir maneras de experimentar con la forma, con el color y la composición. En este sentido Botero seguía nuevamente los pasos de Picasso y de Paul Cezanne, dos artistas revolucionarios que habían cambiado la historia del arte pintando bodegones. Sin aquellas aparentemente inocentes naturalezas muertas ninguno de los dos hubiera llegado a la síntesis que transformó lo que conocemos ahora como el arte moderno.
Por eso, quien no conoce y no mira con atención su obra lo acusa de no innovar, de no renovarse, de parecerse siempre a él mismo, pero no hay nada más falso que ese manido e infundado argumento. Por el contrario, no hay artista en un ejercicio de exploración más constante que él. Su etapa más temprana tiene rasgos del muralismo mexicano y luego gestos violentos en la pincelada propios del expresionismo abstracto que conoció en Nueva York a finales de los años 1950. Luego miró con atención la transición al Pop Art e incluso llegó a declarar que su máxima influencia era Walt Disney, una aseveración provocadora y medio burlona, pero a la luz de hoy apasionante porque revela cómo incorporó elementos de la cultura popular antes que cualquier otro artista en Colombia. Hasta la maestra Beatriz González alguna vez declaró que cuando ella quiso empezar a pintar, Botero ya se había inventado todo.