En el tiempo de las selfies y de la mayor difusión de imágenes que haya visto el mundo en su historia, el consumo desmesurado ha banalizado por completo las manifestaciones visuales. Una vez consumidas las imágenes se convierten en una pila de información inútil que nunca más volverá a ser mirada o consultada. Nuestras generaciones han aprendido a mirar y desechar al mismo tiempo la imagen, sin reflexionarla. No es su culpa, la saturación es tanta que mientras estás viendo una fotografía otros miles de millones están siendo al mismo tiempo gestadas, y otro tanto eliminadas. El campo del arte no se salva: en 1984 el columnista del Saturday Evening Post, Art Buckwald, denunciaba un reto ya conocido desde que el cine de Godard mostró por primera vez en Bande à part una tonta tradición llamada “The Six-Minute Louvre” en la cual los viajeros cumplían con el requisito ineludible de visitar las tres piezas magistrales del museo francés en el menor tiempo posible –Mona Lisa, La Victoria de Samotracia y La Venus de Milo-, corriendo, y luego saliendo del museo. No había intimidad con la obra ni experiencia estética, solo un check más en la lista de requisitos cumplidos. La actualidad no dista mucho de ese despropósito de visita: un espectador pasará más tiempo ensimismado en la pantalla digital de algún artefacto mirando si la pintura quedó bien enfocada y encuadrada para la fotografía. La experiencia estética ha sido trivializada y fallida. Este público no gozará de ese maravilloso encuentro con algún objeto, edificio, obra de arte o en general manifestación artística que secuestra nuestras emociones, acelera el corazón y produce una mezcla de melancolía, euforia y llanto: el síndrome de Stendhal.
La lamentable conclusión de esta pérdida de emoción frente a la imagen es subvalorarla, perder la consciencia de toda la información que ella contiene, desconocer el trabajo físico e intelectual detrás de ella, y, finalmente asumirla simplemente como algo bello y bien logrado. Y es precisamente en ese mundo de inmediatez y superficialidad de la imagen donde la obra de Julio Larraz irrumpe para recordarnos que la pintura también es un acto de tremenda erudición, donde incluso su maravilloso hecho estético y atractivo visual puede llegar a ser equiparado por su mismo discurso. Un discurso que evidencia toda su inteligencia, su formación, sus preocupaciones y sus críticas. En el caso de Larraz, ese discurso que aborda su producción artística ha tardado más que la ejecución de una pintura, le ha tomado toda una vida crear todo un universo que lo compendie y le ha dado un nombre a ese lugar: Casabianca
183 x 152 cm
72 x 59 7/8 in
152 x 183 cm
59 7/8 x 72 in
152 x 183 cm
59 7/8 x 72 in
152 x 183 cm
59 7/8 x 72 in
152 x 183 cm
60 × 72 in
Óleo sobre lienzo
76 x 102 cm
29 7/8 x 40 1/8 in
Óleo sobre lienzo
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